El poeta cubano Roberto Valero falleció el 23 de septiembre de 1994, hace hoy 20 años. Quienes lo conocimos y tuvimos el privilegio y la satisfacción de iluminarnos con su amistad pensaremos siempre en él como si estuviera con nosotros aún, prodigándonos su amor, su inteligencia, su incansable sentido del humor y su incesante curiosidad. Y sabemos que él no quisiera vernos tristes, ni dominados por el desasosiego. Al contrario, le gustaría sabernos dominados por la misma deslumbrante alegría de vivir que él tenía: Roberto era un ser humano excepcional, mágico, que concentraba sus energías en aceptar el milagro de la vida en todas sus formas y manifestaciones. Su breve paso por este mundo estuvo dominado por el asombro ante el amor y el conocimiento, y por el regocijo ante los aspectos luminosos y sombríos de la existencia. Debemos aprender de esa lección al recordarlo. Y para eso, como debe ocurrir siempre con todo buen poeta, lo mejor es continuar leyéndolo. Les muestro aquí dos de sus poemas.
DREAM WEAVER
A Maru
Penélope
sabiendo que usted aguarda
en algún sitio
tejiendo la esperanza
recordando mis besos,
la mirada,
apresuro mis pasos
mi cóncavo bajel entre la espuma
la sonrisa
y toda mi añoranza marinera.
Su vida va escapando entre los mármoles
en tanto
la remota Ítaca
se quiebra.
Si usted no me guardara
sus más ingenuas ilusiones,
su primavera,
¿Qué sorpresa animaría
el cielo huracanado
al cíclope deiforme
la embravecida mar,
en fin, la noche?
sabiendo que usted aguarda
en algún sitio
tejiendo la esperanza
recordando mis besos,
la mirada,
apresuro mis pasos
mi cóncavo bajel entre la espuma
la sonrisa
y toda mi añoranza marinera.
Su vida va escapando entre los mármoles
en tanto
la remota Ítaca
se quiebra.
Si usted no me guardara
sus más ingenuas ilusiones,
su primavera,
¿Qué sorpresa animaría
el cielo huracanado
al cíclope deiforme
la embravecida mar,
en fin, la noche?
(Del libro “Desde un oscuro ángulo”, 1982)
SIMULACROS
Era un ángel desterrado del infierno. Se conocía las praderas celestiales palmo a palmo, podía disfrutar las setenta variaciones del verde eterno, nadaba en el río de las tres orillas en el continuo amanecer que es La Gloria. La perenne armonía de sonidos y olores le era muy grata, pero nada podía cambiarle aquel rostro de exiliado infernal. El mismo Dios una mañana le pidió de corazón un momento y lo tuvo entre sus manos, y Dios mismo pensó para sí: “parece un ángel caído”.
El cielo estuvo a su disposición y a pesar de todo, dicen, pero sólo el Omnipresente sabe, anhelaba los gritos descomunales de la otra parte. Soñaba, en los prados más azules, con los colores prohibidos, y los arcángeles murmuran, pero nadie puede asegurarlo, que en ocasiones abandonaba el rostro de la Divinidad y se acercaba a las puertas traseras del infierno. Entonces cada célula de su estructura etérea vibraba plena, feliz, divinamente. Al amanecer retornaba a su rebaño celestial.
Septiembre 20, 1985
(Del libro “Venías”, 1990)
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