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Tuesday, November 29, 2011

Diarios al filo de lo áspero / Press Release



Yovani Bauta
(Matanzas, Cuba, 1955)
"No hay territorio tan habitado por las vivencias como la imagen del hombre'', sostiene Yovani Bauta, para quien la representación del cuerpo humano ha sido una clave omnipresente, inseparable de lo autobiográfico. A comienzos de esta década, sus torsos y espaldas contenían signos de sus propias perdidas, captados en primeros planos que rozaban lo abstracto. En The Forgotten (Los 0lvidados, 2011), su serie más reciente y tal vez la de mayor fuerza, la base documental es tan esencial como la lección de Lucien Freud sobre los cuerpos. El regreso a los retratos de personajes reales, extraídos de sus vivencias más cercanas, está marcado por un nuevo realismo de base fotográfica y estirpe neo-expresionista. Cual si estuviera enfocando a través del lente, Bauta reafirma lo esencial en la figura humana –la mirada herida, las manos nudosas y maltratadas, la botella de cerveza en su último sorbo- mientras somete el lienzo a un violento tratamiento de amplios trazos rojos, caprichosos e impredecibles. Capta, con la visceralidad de haberlos visto, la frustración y el desamparo, en una serie cuya fuerza deriva de la tensión entre una pintura profundamente personal e intimista –en la que termina autorretratándose-, y una obra capaz de expresar la tensión y el drama de un tiempo y una colectividad. Un bosquejo conmovedor sin dudas, de ese “Otro Miami” marginal y alienado, de quienes se desplazan por la urbe sin automóvil ni recursos.

Frank Chinea Inguanzo
(Sancti Spiritus, Cuba, 1952)
Frank Chinea Inguanzo construye un universo de ocurrencia simbólica y metafórica donde el Algos –el “dolor” en Griego- matiza un espacio introspectivo y autobiográfico que puede ser tan dramático como por momentos, dotado de una lirica y una poética de lo pueril, en extremo sugestiva. La obra de “Paco” Chinea navega en el mar de las nostalgias, tantos las personales como la de los grandes estilos fundadores de la modernidad. Con una pincelada cargada de recuerdos y empastada de un oleo profundo y emotivo, el autor escarba los laberintos de su vida personal en una suerte de monólogo interior que regresa, automáticamente, desde la lejanía del subconsciente. Así, la pérdida de su padre o la de la mujer amada –y luego recuperada-, se convierten en las sombras alargadas de los fantasmas que habitan los grandes vacios de algunos de sus lienzos. Las flores, el caballo o las arquitecturas festivas de ciudades profusas y alumbradas, los espacios de un sueño cálido y una utopía de la levedad, de estirpe chagaliana. Y es que Chinea Inguanzo es un autodidacta, un verdadero Outsider con una potente carga de espontaneidad a su favor, con un desentendimiento que puede convertirse en emoción plástica y en valor estético. Trabaja desde el contraste como elemento simbólico –contraste temático, de escalas, de ambientes y situaciones- en un espacio anárquico donde cada submundo o cada partícula del lienzo, por pequeño que sea, se convierte en el escenario de un relato autónomo que se incorpora paulatinamente a una historia superior, envolvente e ilustrativa. Una historia de afectos y desencuentros, de alegrías y frustraciones: una historia cotidiana en resumen, que expresa la naturaleza de un arte no sólo profundamente conectado a la vida, sino indisolublemente ligado a ella.


Carlos Aurelio Díaz Barrios
(Camagüey, Cuba, 1950)
Desde su poética –que no es sólo la de la imagen, sino también la de la palabra-, Carlos A. Díaz Barrios entreabre una puerta amplia a otras realidades. “Hay muchos mundos –hubiera dicho Andrés Bretón- pero están en este”. Este artista, que pinta con delirio desde hace ya más de una década, como guiado por las fuerzas del inconsciente, es también un poeta reconocido, ganador del premio Juan Ramón Jiménez de Poesía. Aún escribe, con una imaginación y un sentido de la belleza que no teme ser indómita, que se deja injuriar por lo monstruoso y que en ese sentido, conserva la libertad del romanticismo más oscuro. Sus universos son nocturnos, sus seres, hermanas criaturas de las del Bosco o Pieter Brueghel El Viejo; pueden ser híbridas o tener el hieratismo y la soledad de algunos de esos habitantes casi pétreos de la Ciudad de los inmortales de Borges. Las pinta con los dedos, con el dorso de las manos o con espátulas de todo tipo, labrando parajes desconocidos mientras se sumerge en una experiencia matérica e intensamente física de la creación de mundos, como siguiendo esa voz de Baudelaire que instiga a adentrarse “al fondo de lo desconocido, para encontrar lo nuevo”. En algunas pinturas, alienta el rastro de los mitos. En otras, hay todo una suerte de estudio de la fuerza destructora de las relaciones atravesadas por el dolor. Pero al tiempo, en el límite de lo grotesco, surgen no sólo figuras de insólita levedad sino trazos o criaturas alentadas por la inconsciencia lúdica de un niño. Se trata en todo caso, de un universo que nos habla de nosotros mismos y que, como un poema inesperado en la mitad de la noche, conmueve profundamente.


Vicente Dopico-Lerner
(La Habana, Cuba, 1943)
Pese a que la obra de Dopico-Lerner suele ser más conocida por su intenso colorido, son sus series monocromáticas –pinturas resueltas en grises u ocres predominantes- las que alcanzan, a nuestro modo de ver, un carisma singular y una expresividad contundente, no ajena a su convicción de que “el gris es el verdadero color. Al fin y al cabo -comenta Dopico-, el color es nada más una ilusión óptica”.
Los mundos que pinta este autor surgen de sus espacios interiores a los que no se accede a través del pensamiento lógico, sino a partir de un trance que suspende la vigilia de la razón para acoger a criaturas ambiguas y misteriosas, incluso para el mismo. Así, este personaje omnipresente, que casi siempre es representado de perfil, bien pudiera contener al anima y el animus jungiano. Mitad femenino, mitad masculino, no es necesario identificarlo: hay que seguirlo en sus mundos nocturnos, en los laberintos de escondidas arquitecturas, apenas insinuadas, entre una serie de superficies que se van yuxtaponiendo hasta construir una atmosfera en la que el vestigio reemplaza la perspectiva racional y transmite una sensación ligada a la atemporalidad. Otra de sus figuras reiterativas, el pez, remite a la corriente de la vida reptando desde las profundidades, en una suerte de navegación por el inconsciente humano donde lo velado –lo técnicamente obtenido como derivación de las transparencias que consigue en sus acuarelas- nos pone, parafraseando a Borges, ante la inminente sensación de una revelación…, que jamás se produce. Es el sentido del misterio que siempre prevalece en su obra.


Ramón Lago
(Las Villas, Cuba, 1947)
El trabajo escultórico de Ramón Lago encarna la raíz más antigua de lo que Nietzsche llamaría “el fenómeno de un arte dionisiaco” y su intensa afirmación vital, en medio de la búsqueda de un modo de unidad que desborde la relación entre realidad y representación. De ahí también su filiación con un expresionismo que ya es de por sí, atemporal. Sus esculturas resumen así ese “saborear la felicidad de vivir, no en cuanto a individuos, sino en la unidad de la vida, confundidos y absorbidos por su placer creador”. En dos de las tres series aquí expuestas –Las Cuatro estaciones y 50/50 (cincuenta hombres de más de 50 años)- hay un origen común: el retrato masculino es propuesto como desafiante paradigma que encarna el espíritu dionisiaco. En las Estaciones –inspirada en los conciertos para violín y orquesta de Antoni Vivaldi-, Lago sustituye a las gráciles doncellas de una estética clásica y almibarada, esculpiendo cuatro hombres vigorosos y maduros, muy lejanos en proporciones a los cañones dorados de la estatuaria griega. Los modelos son amistades o simplemente conocidos del artista, que reafirman con su imagen una vitalidad y una perfección no convencional e iconoclasta.
Su serie más reciente de las frutas y vegetales eróticos, impone una perspectiva diferente en su arte, no solo por la técnica empleada – son piezas en su mayoría de fiberglass- sino por subterfugio conceptual desde el cual aborda y resume un erotismo predominantemente centrado en lo masculino, expuesto como objeto del deseo erótico y de la gula: lo que el instinto añora con la mirada –parece clamar la obra-, también se puede comer. Las claves lingüísticas del título bilingüe de la figura del pimentón –Ají (A He)-, están sutilmente relacionadas con la estructura de su composición: tres espaldas se entrelazan en una insinuada fusión de índole masculina. Los brotes de la papa que esculpe son en realidad, los ombligos de sus amigos, así como los rostros sucedáneos de la mazorca del maíz, símbolo de una herencia y una cultura pre-colombina. Lago ha construido obras de detalles hiperrealistas, recurriendo a la semejanza que iguala las partes del cuerpo humano con los frutos y donde en general, los títulos revierten en significados ulteriores desde una raíz común.

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