Capítulo del libro inédito Cuerpos al borde de una isla / mi salida de Cuba por Mariel.
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─ Agarre bien al niño ─le dije a la mujer cuando salimos a la explanada y la claridad me encandiló.
Pero ella no escuchaba; estaba como ida, ensimismada. La vi mover los labios, quizás iba rezando. O hablando bajito consigo misma.
─ ¡Arriba, avanzando derecho hacia el muelle! ─nos grito uno de los soldados que custodiaban aquel descampado.
Enseguida otros guardias se pusieron a ambos lados de nuestra fila y nos fueron guiando, se dieron cuenta de que estábamos desorientados. Tras dos días de espera en la pobre iluminación del hangar, nuestras pupilas se asustaron con lo que quedaba del sol; necesitaron cierto tiempo para reaccionar. La madre con sus dos niños iba al frente, pero daba tumbos y no atinaba a avanzar en línea recta. Aunque eran casi las 6 de la tarde, incluso la luz moderada del atardecer nos molestaba.
Al llegar a Mariel el día antes nuestro grupo tenía unas treinta personas; pero se había reducido: seríamos ahora menos de veinte. Nunca supe qué había pasado con los otros. Pero poco importaba; lo cierto era que ya estábamos andando por la explanada, con los guardias al lado, y nos acercábamos cada vez más al enorme espigón donde estaban atracados los barcos. Nadie en la fila dijo nada, nadie miró para ningún lado, pero todos sabíamos que lo que estaba ocurriendo era decisivo.
Aunque íbamos muy despacio, sólo nos tomó unos minutos atravesar el terraplén pedregoso y llegar hasta el muelle. Cada paso me resultó doloroso, difícil, no por nada sentimental, sino porque llevaba unos zapatos horribles que me molestaban en el calcañal. Pero aun así, cuando di los primeros pasos sobre el muelle sentí con gratitud la diferencia que había entre la filosa gravilla de la explanada y las tablas del embarcadero. El espigón estaba hecho de madera corriente, muy astillada, pero yo lo acepté como si fuera una alfombra impecable, divina. Desde que di el primer paso me sentí sosegado, como si flotara.
El soldado que nos guiaba al frente se paró de pronto a un lado del espigón.
─ A ver, a ver, ordenadamente van a ir subiendo a este camaronero… ─se había puesto las manos ante la boca formando una bocina.
En el lugar que él señaló vi un casco de metal rojizo, cubierto de manchas grasientas, que hacia la proa tenía un nombre pintado en grandes letras negras: Cathy Joe. Era un barco bastante grande, un camaronero que mantenía alzadas las grúas laterales, como dos alas raquíticas y rígidas. Alguien comentó que esas grúas le daban a ese tipo de embarcación cierta estabilidad adicional en caso de apuro; nadie del grupo añadió nada, era mejor no hacerse ilusiones de antemano. El barco flotaba con bastante aplomo junto al muelle, pero estaba repleto. Cientos de cabezas se asomaban por la borda en lo alto.
─ ¡Ahí no cabe ni un alfiler! ─me dijo bajito el que estaba detrás en la fila.
Pensé lo mismo, pero no quise responder. Hubo murmullos similares en el resto de nuestro grupo, mientras el soldado esperaba que del barco bajaran una pasarela. De pronto apareció en la cubierta un hombre cincuentón bastante grueso, con gorra de béisbol, rubicundo y de aspecto saludable, que empezó a soltar unos gritos desenfrenados en inglés.
─ That’s it, that’s it! ─le hacía gestos de rechazo con ambas manos a los soldados del muelle para evitar que nosotros subiéramos a bordo─. God dammit! I don’t want any more fucking passengers on my ship! I’ve got already 340! Do you hear me? This ship is overloaded!
Por supuesto, aquel era el patrón del camaronero, y estaba aterrado por la cantidad de personas que ya le habían metido en su nave. Uno no tenía que saber mucho inglés ni ser un marino experimentado para darse cuenta de que aquella embarcación tenía a bordo a una cantidad excesiva de pasajeros.
Los soldados no dieron muestras de inmutarse, ninguno de ellos sabía una palabra de inglés, pero lo que dijera aquel gordo desgañitado los tenía sin cuidado. Uno de ellos que ya estaba desde antes a bordo del camaronero se las agenció entonces para bajar la pasarela y empezó a hacernos señas para que subiéramos. El gordo estalló en nuevas imprecaciones, pero se dio por vencido y desapareció en su cabina de mando.
Ayudé como pude a la madre y los dos niños, que fueron los primeros en empezar a subir. Las manos me temblaban y fue muy poco lo que pude hacer por ellos; pero además, ella de pronto se despojó de todo aturdimiento y empezó a dar unos pasos muy firmes sobre la pasarela inclinada. Llevaba al menor de sus hijos cargado y sostenía al otro por la mano. Curiosamente, los niños estaban muy tranquilos; no lloraron ni preguntaron nada.
Yo la seguí, atento a ella por si resbalaba o algo, y la fila fue subiendo detrás de mí. Sentí como si mis huesos se alargaran y mis movimientos se hicieran más lentos: el ascenso a cubierta me pareció infinito. Debido a la inclinación, tuve la impresión de que cada paso que fui dando era un lento esfuerzo por no retroceder. Parecía que cada pisada en la madera nos estuviera acercando a una explosión, a un cataclismo. Cada tramo que vencía me desprendía pesadamente de las tablas del muelle; pero una densa brea invisible imantaba todavía nuestros cuerpos, los llamaba hacia atrás, hacia la costa, hacia los límites eternos de la isla.
Al terminar de subir tuve que hacer equilibrio para no resbalar en la cubierta. Apenas se podía avanzar, de tanta gente que había allí cerca. Vi que en otras zonas de la cubierta había más espacio libre, pero la mayoría de los viajeros se había acumulado en el lado que quedaba frente al muelle: nadie quería perder su puesto cerca de la borda, para mirar lo que ocurría afuera. Nadie quería perderse un solo detalle de la partida. Con esfuerzo logré dar dos o tres pasos hacia el interior de la cubierta y después me volví para ver si todos los de mi grupo habían llegado. Empinándome un poco vi que ya no quedaba ninguno de ellos en el muelle.
Imagen:
Cepp Selgas / Gifts From The Sea / Acrílico sobre papel / 36x36in. / 2007.
Hola querido Rey, este capítulo de tu novela-completa porvenir, me gusta mucho porque pones el “dolor” en el carcañal. No hay dolor con Odas ala Patria ni el de la despedida clásica. El sentimiento mas importante en ese momento; al menos para mi era…”no me puedo creer que estos hijos de putas, realmente nos están dejando ir este país de mierda”.
ReplyDeleteGran parte del tiempo yo pensaba que todo aquello era una trampa.
¿Carcañal o Calcañal?
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