A Jesús Cepp Selgas, a Lissette Lorenzo, a Juan Abreu, a Siria (en el recuerdo), a todos los amigos marielitos.
Mamá estaba dormida frente a la televisión, de súbito suspendieron la programación para dar la noticia, una turba se había metido en la Embajada del Perú. Yo conozco a alguien en esa embajada. Hace semanas que me doy citas, a escondidas, a uno de los hijos del embajador. Yo salía de la universidad y me dio botella en su carro, primer peruano rubio que yo conocía, con un lunar inmenso en la cara, más bien una mancha.
Mamá se levantó del sofá, mientras se dirigía al cuarto, me dijo: “Recoge algunas cosas, vamos a meternos en la embajada”. Respondí: ¡Ah, no, qué va, tú estás loca! “Dale, dale, decía ella, apúrate”. Me incorporé del sofá halándome la pata del short que se me metía entre las nalgas: Yo no me voy a ninguna parte. “Pues tú eres una comemierda, siempre has sido una comemierda”. Discutimos largo rato, ella se empinó la botella de guafarina, dio varias vueltas en el cuarto, y se tiró en la cama; al rato, roncaba.
Aproveché para salir, era tarde. Fui hasta el solar del patio con la fuente de Neptuno, a dos cuadras de mi casa, en la calle Empedrado. Irenia estaba sentada en el quicio con un nilon en la mano, a través de la transparencia del plástico, sellado con un candado de plástico también –muy a la moda por aquella época-, pude advertir lo que había dentro: cepillo de dientes, el tubo plateado de la pasta, alguna ropa… “Me largo de esta isla, estoy esperando a Amanda”. Era otra amiga nuestra.
-¡Se van a meter en la embajada!
“Claro, ¿qué coño voy a seguir haciendo aquí? Si no consigo ni un preso político para casarme:”
Mi madre llevaba años buscando uno para lo mismo.
-Irenia, no te vayas, no me dejen…
“Ah, deja eso, échate p’allá con el sentimentalismo… eeeh… Ven con nosotros.”
-Mamá también quiere irse.
-Dale, ahora es el momento.
En eso llegó Amanda. No les habían dicho nada a sus padres. “¿Para qué, tú niña, si ellos son ñángaras?” Se alejaron, no sin antes abrazarme. Pero no fue un abrazo triste de parte de ellas. No. Ellas iban super embulladas de irse para la Yuma, yo diría que jamás las vi tan contentas.
Volví a casa y mami no estaba. Me acosté en mi lado, dormíamos juntas a falta de espacio y de cama. Mamá no regresó en toda la noche. Ni al día siguiente. Dos días después se apareció, toda despelusá, sucia, con unos moretones en el brazo. Yo había ido al DTI que tenía en la esquina de mi casa, a prevenir de su desaparición, pero el oficial me respondió socarrón: “Andará borracha por ahí”. Acostumbrado como estaba a verla aparecer dando tumbos desde la calle Montserrate.
“Me metí en la Embajada.” Estaba más sobria que yo. ¿Cómo? Pregunté azorada. ¿Sin mí? ¡¿Te ibas a ir sin mí?! “Pedí un salvoconducto para venir a buscarte. Pero te advierto que eso allá dentro no es jamón. No es jamón, nada suave. Tremenda fajatera por comer, para mear, para cagar. De pinga, queridos amiguitos.” ¿Por qué no esperábamos un poco a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos? Pregunté. Ella bajó la cabeza, destrozada por el cansancio, no había dormido nada, asintió.
Esperamos unos días. No nos decidimos. Ella retomó el trabajo de lunchera en la cafetería América, aunque no había nada que lunchear desde hacía años.
Cada día, en la facultad, me enteraba de que fulano y mengana, y sutanejo, se habían colado en la embajada. Y nosotras esperando. ¿Esperando qué?
No recuerdo cómo fue que nos enteramos de que las embarcaciones estaban llegando desde Miami a recoger familiares en el Puerto de Mariel. Creo que mi abuela paterna nos dio la noticia, nos comentó que a mi padre y a mis hermanos los vendrían a buscar. Mi madre llevaba días con tremenda depresión, bebiendo guafarina con meprobamato, porque entretanto, habían cerrado la embajada, y con lo que le acababa de decir mi abuela, se puso peor.
Nosotras no teníamos a nadie en la Yuma que nos rescatara. El hermano de la madre de mis hermanos fue en dos ocasiones, se gastó los ahorros de toda una vida, y en dos oportunidades le llenaron el barco de lo que los esbirros llamaban gusanos, escoria, y demás insultos. Mi papá había sido preso político, mi abuela pensaba que ese era el motivo por el que no lo dejaban salir. Se quedó varado. Tuvieron que marcharse después, por otras vías, y separados, dos años más tarde.
En la escuela nos presionaban para que nos pusiéramos a hacer mítines de repudio contra los “traidores de la patria”. Yo siempre me escabullía con un pretexto, hasta que fueron ellos los que encontraron el pretexto, y me botaron dos años de la universidad.
Estaba harta de ver a mi madre como una zombi, y antes de caer yo también en tremenda depresión me fui a quedarme a dormir a casa de mi mejor amiga. A la mañana siguiente, después de bañarme, ella me hizo un torniquete para alisarme el pelo con una caja de talco Brisa, me puso los ganchitos y un pañuelito azul con hilitos dorados que me cubría el estrambótico peinado.
Bajé por la calle Lealtad hacia el Malecón. Siempre regresaba a La Habana Vieja por el Malecón, bordeando el mar, tostándome al sol u oliendo el aroma de la brisa marina. Pero allí me topé con una marejada de gente furibunda, que gritaba horrores contra la escoria, contra la gusanera, ojos botados, rostros descompuestos. Apenas se podía caminar por el Malecón, yo iba por los portales, escurriéndome en dirección contraria a las turbas. En una de ésas, una mujer cruzó su mirada con la mía, y extrañada de que yo avanzara en dirección inversa a la manifestación se me acercó: “¿A dónde tú te crees que vas?” A mi casa, respondí. “¿A tu casa, cómo que a tu casa? De eso nada, monada, tienes que incorporarte como cada cubano, en contra de la escoria y del imperialismo”. Sólo balbuceé un no, bajito. “¿Cómo que no?” Entonces me agarró por el rolo de talco, por el moño, y me haló, y empezó a gritarme insultos, y se sumaron los demás, a golpearme, a arrastrarme, me arrancaron el rolo, el pañuelo, mechones, me patearon. Conseguí escaparme, pero me volvieron a atrapar, decidí caminar tranquila, junto a ellos, unas cuadras, en silencio, no podía contener las lágrimas de rabia; esperé a que se entretuvieran en otra cosa, seguían agitando banderolas, pancartas, injuriaban, el ruido era insoportable, me fui quedado rezagada, y por la primera calle doblé hacia el interior de Centro Habana.
Nunca he corrido más en mi vida, las calles estaban desiertas, los que no se hallaban en la movilización, vigilaban agazapados detrás de las puertas y las ventanas… Llegué a mi casa. Mami ausente.
Llegó al anochecer, roja de ira, roja también por el sol que había cogido. Los del CDR la habían sacado temprano del diminuto apartamento, obligada, para que asistiera a la protesta. Si no iba, agregarían su apática ausencia al expediente laboral, y perdería el derecho al refrigerador que estaba esperando ganarse desde hacía mil años.
Mamá encendió la televisión. Fidel Castro daba otro discurso. Lo apagó. Murmuró: “Yo lo que quiero es morirme de una vez”. ¿Y yo, qué me haría sin ti? Musité. “Ve a ver a tus amigas, anda”. Acababa de venir de la casa de una de ellas, y también ella, deprimida, no paraba de repetir que se quería morir, las otras se habían metido en la embajada, y un tiempo después, que les pareció un siglo, fueron a parar a una carpa en Perú, hasta que consiguieron irse a Miami.
Han pasado treinta años. Mi madre, de tanto repetir que se quería morir, por fin se murió. Yo no, yo siempre he querido vivir. Y el día en que no quiera más, no espero por la muerte, voy a buscarla.
Hace poco, mientras hablaba con un amigo mío, marielito, con el que rememoraba todos aquellos días horrorosos, le pregunté cómo había hecho para incorporarse al mundo, para entender lo que era vivir en libertad.
-No fue fácil, no lo ha sido, aún no lo es… He tenido que exigirme mucho, más de lo que yo pensaba, pero al final, no daría un paso atrás si tuviera que volverlo a hacer… He viajado a todas partes, me quedan pocos países por conocer, me siento tan limpio… Lo primero que sentí fue eso: limpieza, como si toda la podredumbre la hubiera dejado atrás. Y claro, salí con esa pretensión a la que nos han acostumbrado, como si los cubanos fuéramos la última Coca-Cola del desierto, como si fuéramos lo máximo, y aprendí a bajar el tono, me acostumbré a ser una persona normal… Figúrate que, en mi primera estancia en España, lo primero que hice fue ir al Escorial.
¿Y eso por qué? Inquirí, curiosa.
-Yo pensaba que El Escorial era un monumento que nos habían hecho a los marielitos, por el aquello de que nos llamaban escoria.
Nos despatarramos de la risa.
Zoé Valdés.
Zoé querida, gracias por tu amable dedicatoria. La incorporación del Escorial a tu pieza me pone orondo. Eres mucha Zoé!
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Cepp, tu buen humor te honra. Es excepcional que aparezca la palabra "orondo" como apostilla al relato de uno de los episodios nacionales del horror.
ReplyDeletePero también es cierto que muchos, entre ellos artistas geniales como tú, rebasaron esa violencia enorme, para crear vidas y obras urbis et orbis. Felicidades.